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Recuerdos de verano: las tentaciones del Sur

Publicado: 2013-04-12

Donde el autor, acaso para colorear la grisura que promete este otoño, recuerda sus recorridos playeros por la costa de Arequipa, donde conversó con el mismísimo Diablo y con un “Gato” que arrienda sombrillas.

Nunca había estado tan cerca de un diablo impenitente y sin ánimos de redención. Diablo convicto y confeso, orgulloso de sus maldades todos los días del año, tan distinto a aquellos demonios de ocasión que bailan como poseídos en las fiestas patronales, pero después andan medios arrepentidos y con cara de santitos por las calles de su pueblo.

A esos los conozco desde hace mucho. Son alegres, incansables y siempre se les ven bien trajeados. Ellos no se corren de los brindis y casi todos le entran al galanteo con endemoniada persistencia. Y si bien ignoro sus estrategias y artimañas de conquista, dudo mucho que se atrevan a ofrecerles el cielo y las estrellas a sus víctimas, perdón, quise decir a sus pretendidas.

Eso debe de saberlo el maligno que estoy viendo ahora. Tengo ganas de preguntárselo pero me da miedo. Total, no nos hemos presentado formalmente y él ni siquiera está hablando conmigo. Sería una malcriadez que interrumpiera su amena conversación con aquella damita que, según parece, es algo así como la reina del pescado fresco y los mariscos congelados en los mares del Sur peruano.

Solo me queda escucharlo aunque me encantaría sacar mi libreta y apuntar. No lo hago. Me da miedo. Temo que me condene de una manera atroz y, por ponerse en plan de castigador, distraiga su mirada del horizonte carretero o aleje precipitadamente sus manos del volante, acciones que –quizás para su deleite- terminarían llevándome por el mal camino.

Esa sería una tremenda desgracia para mí y todos los pasajeros del “Diablo de Chala” (provincia de Caravelí), conductor de maniobras insólitas que, en sus idas y vueltas por el asfalto de la Panamericana Sur, cuenta entre risas nostálgicas e imprevisibles movimientos de timón, las hazañas que cimentaron su fama de muchacho endemoniado, travieso, incorregible.

Las narra sin atisbo de vergüenza. Total, es el diablo y sus hijas son diablesas, aunque a ellas ese asunto no les gusta ni un poquito, las molesta, les marca pica por más que él les repite que cuiden su hígado y no hagan caso a esas habladurías. “¿No le parece, señora?”, le pregunta entonces a la reina de los pescados. Ella, como era de esperar, está total y plenamente de acuerdo. Quién se atreve a contradecir al maligno.

Así, entre evocaciones y quejas por lo caro que está el erizo -y pensar que antes se encontraba por montones -, el viajecito se va poniendo interesante. Después de todo, el chofer no parece ser tan temible, lo temible es su forma de conducir, de llevarnos atrevidamente y en zigzag –para que entre la señal del celular, pues- hacia la vecina localidad de Atico.

Y en ese vehículo que por poco termina adelantando mi viaje al fuego perpetuo del averno, reinicié mi recorrido por la costa de Arequipa, mi travesía de sol, mar y arena por playas que iban de la soledad al tumulto, del silencio inspirador al bullicio desconcertante, de las lapas arrebozadas al chupe sin camarones y al picante sin machas, por respeto a la veda.

En la ruta descubrí un camino prehispánico que serpentea por Puerto Inca, muy cerca de Chala; también el colorido, transitado y vivaz malecón del balneario de La Punta, a un par de kilómetros de Camaná. Y contemplé más un atardecer intenso en el horizonte. Vi gaviotas y piqueros. Anzuelos y redes. Castillos de arena y un castillo de verdad frente al oleaje de Mollendo.

Pero ya no volvería a ver al “Diablo”. Se quedó en Atico esperando nuevos pasajeros. Con ellos retornaría a su tierra, a su pedacito de desierto y océano, con sus casonas de madera en la parte antigua y su agitación comercial en la zona Norte, donde bajan los mineros de Caravelí con los bolsillos llenos y con ansias de gastar, de relajarse, de brindar y desatar pasiones en la “Mina Caliente”.

Alto ahí. Cuidado. Eso no debí escribirlo. Es culpa de las malas juntas. Mejor me olvido del chofer y me pongo a recordar al “Gato” de La Punta, ese camanejo dicharachero, entrador, bromista, que se gana el verano alquilando toldos, sombrillas, perezosas y recomendando restaurantes en los que si uno menciona su apodo, te sirven bien taipá y con su respectiva yapa.

Negocio redondo. Orillas repleta los fines de semana, pero solo cuando impera el calor. El resto del año “poca gente nomás viene”, se lamenta el “Gato”, después de explicarme con fervoroso convencimiento que el mar no es el mar, sino la mar. “No es él, es ella”, insiste, aclara, sonríe al revelar que como las aguas ya son mayorcitas, también “se enferman una vez al mes”.

¿Y si no es él ni ella?... pregunto, indago, trato de averiguar pero él no me contesta, como sí lo hicieron en una viaje anterior varios recepcionistas en Mollendo (provincia de Islay), donde no encontré ni demonios ni felinos, tampoco habitaciones en hoteles de buena pinta, en hostales medios sospechosos y hasta en alojamientos de dudosa reputación. Ellos siempre me respondieron no cuando les consulté si tenían un cuartito libre.

Nada de nada. Mi culpa, pues. Eso me pasa por llegar un sábado en la noche.  Un sábado de fiesta. Un sábado con verbena y danzas, con hospedajes llenos y búsqueda obligada por calles eufóricas. Qué hacer. Dormir en una plaza con nombre de héroe, partir hacia el cercano balneario de Mejía, o apelar al desesperado ‘ya pues, por favorcito, una camita por el amor de Dios’.

Todo vale con tal de quedarse en Mollendo, con sus casonas republicanas, con su estación de trenes fantasmas, con su Castillo Forga donde solo reina el abandono, y, claro, con sus playas que se llenan de color, movimiento e inquietud en los días finales de la semana. Mucha gente, quizás demasiada gente disfrutando del mar -o de la mar como diría el “Gato”- y de la plácida contemplación del océano.

Alegría compartida. Día inolvidable para los niños que chapotean, para el muchachito que ensaya su primera declaración de amor, para las familias que hoy se quieren más que nunca, para los palomillas que entre la timidez y la osadía piropean a las chicas, también para los tramposos y tramposas que decidieron tirarse “una canita al aire” frente al Pacífico.

No pues, así no es la cosa. Tan bonito que estaba saliendo este texto hasta que mencioné a los tramposos. Lo siento. Mil perdones. No era mi intención. Es la nociva influencia del diablo, sí, de ese diablo que conocí en Chala y que estuvo a punto de llevarme hacia la perdición…, aunque, quizás y pensándolo bien, eso no hubiera sido tan malo. ¿Ustedes que creen?


Escrito por

explorandoperu

Viajo, escribo y hago fotografías. Soy un periodista que recorre los caminos en busca de crónicas y relatos.


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Crónicas y relatos del Perú

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